viernes, 8 de febrero de 2013

Cuestiones acerca de algunas facultades atribuidas al hombre



 

CUESTIÓN 1: Si mediante la simple contemplación de una cognición, independientemente de cualquier conocimiento previo y sin razonar a partir de signos, estamos capacitados correctamente para juzgar si esa cognición ha sido determinada por una cognición previa o si hace referencia de un modo inmediato a su objeto.

 

En todo este trabajo el término intuición se tomará en el sentido de una cognición no determinada por una cognición previa del mismo objeto y, por tanto, determinada así por algo exterior a la consciencia1. Permítame el lector pedirle que tenga en cuenta esto. Intuición aquí será casi lo mismo que "premisa que no es ella misma una conclusión"; siendo la única diferencia que las premisas y las conclusiones son juicios, mientras que una intuición puede, hasta donde su definición indica, ser un tipo de cognición cualquiera. Pero así como una conclusión (buena o mala) se determina en la mente de quien razona por su premisa, así las cogniciones que no son juicios pueden ser determinadas por cogniciones previas; y una cognición que no es determinada de ese modo, y que, por tanto, es determinada directamente por el objeto trascendental, debe denominarse una intuición.
Ahora bien, evidentemente una cosa es tener una intuición y otra cosa es saber intuitivamente que es una intuición, y la cuestión es si esas dos cosas, distinguibles en el pensamiento, están, de hecho, conectadas invariablemente, de tal modo que siempre podemos distinguir intuitivamente entre una intuición y una cognición determinada por otra. 

Toda cognición, como algo presente, es, por supuesto, una intuición de sí misma. Pero la determinación de una cognición por medio de otra cognición o por un objeto trascendental, no es, al menos hasta donde aparece obviamente al principio, una parte del contenido inmediato de esa cognición, aunque parecería ser un elemento de la acción o pasión de un ego trascendental, que no está, quizá, inmediatamente en la consciencia; y, con todo, esta acción o pasión trascendental puede determinar invariablemente una cognición de sí misma, de tal modo que, en realidad, la determinación o no-determinación de la cognición por medio de otra puede ser una parte de la cognición. En este caso, debería decir que nosotros tenemos una capacidad intuitiva para distinguir una intuición de otra cognición.

No hay pruebas de que tengamos esta facultad, excepto que nos parece sentir que la tenemos. Pero la importancia de ese testimonio depende enteramente de que se suponga que tenemos la capacidad de distinguir en este sentimiento si el sentimiento es el resultado de la educación, de viejas asociaciones, etc., o si es una cognición intuitiva; o, en otras palabras, depende del presuponer el mismo asunto del que se atestigua. ¿Es infalible este sentimiento? ¿Y este juicio sobre él es infalible y así sucesivamente, ad infinitum? Suponiendo que un hombre realmente pudiera silenciarse en tal fe, estaría, desde luego, impermeable a la verdad, "a prueba de pruebas".

Pero comparemos la teoría con los hechos históricos. La capacidad de distinguir intuitivamente las intuiciones de otras cogniciones no ha impedido a los hombres disputar muy acaloradamente qué cogniciones son intuitivas. En la Edad Media, se consideraba la razón y la autoridad externa como dos fuentes coordinadas de conocimiento, precisamente como lo son ahora la razón y la autoridad de la intuición; sólo que el feliz recurso de considerar que las enunciaciones de autoridad son en esencia indemostrables no se había descubierto aún. No se consideraba infalibles a todas las autoridades, no más que a todas las razones; pero cuando Berengario dijo que el autoritarismo de cualquier autoridad particular debe descansar en la razón, la proposición fue reconocida como testaruda, impía y absurda. De este modo, la credibilidad de la autoridad fue considerada por los hombres de esa época sencillamente como una premisa definitiva, como una cognición no determinada por una cognición previa del mismo objeto, o, en nuestros términos, como una intuición. Es extraño que ellos deberían haber pensado así, si, como la teoría ahora bajo discusión supone, por el mero hecho de contemplar la credibilidad de la autoridad, como un faquir contempla a su Dios, ¡ellos podrían haber visto que no era una premisa definitiva! Ahora bien, ¿qué pasaría si nuestra autoridad interna encontrara el mismo destino, en la historia de las opiniones, que ha encontrado la autoridad externa? ¿Puede decirse eso para estar absolutamente seguros de lo que muchos hombres cuerdos, bien informados y serios ya dudan?2

Todo abogado sabe lo difícil que es para los testigos distinguir entre lo que ellos han visto y lo que ellos han inferido. Esto se nota especialmente en el caso de una persona que está describiendo las actuaciones de un médium espiritual o de un ilusionista declarado. La dificultad es tan grande que el propio ilusionista se asombra de la discrepancia de los hechos reales y la declaración de un testigo inteligente que no ha entendido el truco. Una parte del muy complicado truco de los anillos chinos consiste en tomar dos anillos macizos eslabonados, hablar de ellos como si estuvieran separados -dándolo por sentado, por así decirlo- luego, simular unirlos y pasárselos inmediatamente al espectador para que pueda ver que son macizos. El arte de esto consiste en levantar, al principio, la fuerte sospecha de que uno está roto. He visto a McAlister14 hacer esto con tal éxito, que una persona sentada cerca de él, que se esforzara con todas sus facultades en detectar la ilusión, habría estado dispuesta a jurar que había visto juntarse los anillos y, quizás, si el ilusionista no hubiese practicado el engaño abiertamente, habría considerado que dudar de eso era lo mismo que dudar de su propia veracidad. Esto parece mostrar con toda certeza que no siempre es muy fácil distinguir entre una premisa y una conclusión, que no tenemos la capacidad infalible de hacerlo y que, en realidad, nuestra única seguridad en los casos difíciles está en ciertos signos a partir de los cuales podemos inferir que un hecho dado debe haberse visto o debe haber sido inferido. Al tratar de explicar un sueño, cualquier persona precisa debe haber sentido a menudo que era una tarea vana tratar de desentrañar las interpretaciones del sueño que hace despierto de su completarlo a partir de las imágenes fragmentarias del sueño mismo o de algunos tipos de chistes

La mención a los sueños sugiere otro argumento. Un sueño, hasta donde su propio contenido alcanza, es exactamente igual a una experiencia real. Se lo confunde con una. Y, con todo, todo el mundo cree que los sueños se determinan, de acuerdo con las leyes de asociaciones de ideas, etc., por cogniciones previas. Si se dijera que la facultad de reconocer intuitivamente las intuiciones está dormida, respondo que esto es una mera suposición, sin ningún otro fundamento. Además, incluso cuando nos despertamos, no encontramos que el sueño difiere de la realidad, salvo por ciertas marcas, la oscuridad y el carácter fragmentario. No infrecuentemente un sueño es tan vívido que su recuerdo se confunde con el de un suceso real.

Un niño tiene, hasta donde sabemos, todas las capacidades perceptivas de un hombre. Pero pregúntele un poco cómo sabe él lo que hace. En muchos casos, le dirá que nunca aprendió la lengua materna; la supo siempre, o la supo en cuanto tuvo uso de razón. Aparece, entonces, que él no posee la facultad de distinguir, por simple contemplación, entre una intuición y una cognición determinada por otras.
No puede haber ninguna duda de que antes de la publicación del libro de Berkeley sobre la visión15, se había creído en general que la tercera dimensión del espacio era intuida de manera inmediata, aunque, en la actualidad, casi todos admiten que se conoce por inferencia. Hemos estado contemplando el objeto desde la misma creación del hombre, pero este descubrimiento no se realizó hasta que comenzamos a razonar sobre ello.

¿Ha oído hablar el lector del punto ciego de la retina? Tome un número de esta revista, dé la vuelta a la tapa para dejar a la vista el papel blanco, colóquela de lado sobre la mesa delante de la cual debe sentarse, y ponga dos céntimos sobre la misma, uno cerca del borde izquierdo y el otro a la derecha. Ponga su mano izquierda sobre el ojo izquierdo y con el ojo derecho mire fijamente al céntimo del lado izquierdo. A continuación, mueva con su mano derecha el céntimo de la derecha (que ahora se ve claramente) hacia la mano izquierda. Cuando llegue a un lugar cercano a la mitad de la página desaparecerá -no puede verlo sin girar su ojo. Acérquelo al otro céntimo, o llévelo más lejos y reaparecerá; pero en ese lugar determinado no puede verlo. En consecuencia, aparece que existe un punto ciego de la retina; y esto se ve confirmado por la anatomía. Se sigue que el espacio que vemos inmediatamente (cuando un ojo está cerrado) no es, como habíamos imaginado, un óvalo continuo, sino un anillo, cuyo relleno debe ser obra del intelecto. ¿Qué ejemplo más impresionante podría desearse de la imposibilidad de distinguir los resultados intelectuales de los datos intuitivos por mera contemplación?

Un hombre puede distinguir diferentes texturas de tejido sintiéndolas; pero no inmediatamente, pues necesita mover sus dedos sobre la tela, lo que demuestra que se ve obligado a comparar las sensaciones de un instante con las de otro. 

El grado de un tono musical depende de la rapidez de la sucesión de las vibraciones que alcanzan el oído. Cada una de esas vibraciones produce un impulso en el oído. Permitamos que un solo impulso como ese se produzca en el oído y sabremos, experimentalmente, que es percibido. Hay, por tanto, buenas razones para creer que cada uno de los impulsos que forman un tono se percibe. Tampoco hay ninguna razón para lo contrario. En consecuencia, ésta es la única suposición admisible. Así pues, el grado de un tono musical depende de la rapidez con la que ciertas impresiones se transmiten sucesivamente a la mente. Estas impresiones deben existir previamente a cualquier tono; de ahí que la sensación del grado esté determinada por cogniciones previas. Sin embargo, esto nunca se habría descubierto por medio de la mera contemplación de esa sensación.

Un argumento similar puede recomendarse en relación con la percepción de las dos dimensiones del espacio. Esto parece ser una intuición inmediata. Pero si fuéramos a ver de forma inmediata una superficie extensa, nuestras retinas tendrían que ensancharse en una superficie extensa. En lugar de eso, la retina consiste en innumerables agujas que apuntan hacia la luz, y cuyas distancias de una a otra son sin duda mayores que el minimum visibile16. Supongamos que cada uno de estas terminaciones nerviosas transmite la sensación de una pequeña superficie de color. 

Aun así, lo que vemos inmediatamente debe ser incluso entonces, no una superficie continua sino una colección de puntos. ¿Quién podría descubrir esto por mera intuición? Pero todas las analogías del sistema nervioso se oponen a la suposición de que la excitación de un solo nervio pueda producir una idea tan complicada como la de un espacio, por pequeño que sea. Si la excitación de ninguna de estas terminaciones nerviosas no puede transmitir inmediatamente la impresión de espacio, la excitación de todas tampoco puede hacerlo. Pues la excitación de cada una produce cierta impresión (según las analogías del sistema nervioso), por tanto, la suma de estas impresiones es una condición necesaria de cualquier percepción producida por la excitación de todas [las terminaciones]; o, en otros términos, una percepción producida por la excitación de todas [las terminaciones] está determinada por las impresiones mentales producidas por la excitación de cada una. 

Este argumento se confirma por el hecho de que la existencia de la percepción del espacio puede ser plenamente explicada por la acción de facultades que sabemos que existen, sin suponer que esto sea una impresión inmediata. Por este motivo, debemos conservar en la mente los siguientes hechos de la fisio-psicología: 1. La excitación de un nervio no nos informa por sí misma dónde está situada la extremidad. Si se desplazan ciertos nervios por medio de una operación quirúrgica, nuestras sensaciones provenientes de esos nervios no nos informan del desplazamiento. 2. Una sensación sola no nos informa acerca de cuántos nervios o terminaciones nerviosas están excitados. 3. Podemos distinguir entre las impresiones producidas por las excitaciones de las diferentes terminaciones nerviosas. 4. Las diferencias de las impresiones producidas por diferentes excitaciones de terminaciones nerviosas similares son similares. Supongamos que se forma una imagen momentánea en la retina. 

Según el nº 2, la impresión así producida será indistinguible de aquello que podría ser producido por la excitación de un único nervio concebible. No se puede concebir que la excitación momentánea de un solo nervio proporcione la sensación de espacio. Por consiguiente, la excitación momentánea de todas las terminaciones nerviosas de la retina no puede producir, inmediata o mediatamente, la sensación de espacio. 

El mismo argumento se aplicaría a cualquier imagen inalterable en la retina. Supongamos, sin embargo, que la imagen se mueve sobre la retina. En tal caso, la peculiar excitación que por un instante afecta a una terminación nerviosa, el instante siguiente afectará a otra. Estas [terminaciones] transmitirán impresiones que son muy similares, según el nº 4 y, sin embargo, son distinguibles según el nº 3. Por lo tanto, las condiciones para reconocer una relación entre estas impresiones están presentes. Habiendo, no obstante, un número muy grande de terminaciones nerviosas afectadas por un número muy grande de excitaciones sucesivas, las relaciones de las impresiones resultantes serán complicadas casi inconcebiblemente. 

Ahora bien, es una ley mental conocida la de que cuando se presentan fenómenos de una complejidad extrema, que aún podrían reducirse a orden o simplicidad mediata aplicando una cierta concepción, esa concepción tarde o temprano surge en la aplicación a aquellos fenómenos. En el caso bajo nuestra consideración, la concepción de la extensión reduciría los fenómenos a la unidad y, en consecuencia, quedaría plenamente explicada su génesis. Sólo falta explicar por qué las cogniciones previas que la determinan no son más claramente aprehendidas. 

Para esta explicación, haré referencia a un artículo sobre una nueva lista de categorías, § 53, añadiendo simplemente que exactamente del mismo modo que somos capaces de reconocer a nuestros amigos por ciertos rasgos, aunque posiblemente no podamos decir cuáles son esos rasgos y seamos bastante inconscientes de cualquier proceso de razonamiento, así en cualquier caso en que el razonamiento nos sea fácil y natural, por muy complejas que sean las premisas, se hunden en la insignificancia y olvido proporcionalmente al grado satisfactorio de la teoría basada en las mismas. Esta teoría del espacio se confirma por la circunstancia de que una teoría exactamente similar es requerida de un modo imperativo por los hechos relacionados con el tiempo. Obviamente, resulta imposible que el transcurso del tiempo se perciba inmediatamente. 

Pues, en tal caso, debería haber un elemento de esta percepción en cada instante. Pero en un instante no hay duración y, por tanto, tampoco una percepción inmediata de la duración. En consecuencia, ninguna de estas percepciones elementales es una percepción inmediata de la duración y, por consiguiente, tampoco lo es la suma de todas. Por otra parte, las impresiones de cualquier momento son muy complicadas, -al contener todas las imágenes (o los elementos de las imágenes) del sentido y la memoria, cuya complejidad puede reducirse a simplicidad mediata por medio de la concepción del tiempo4.

Tenemos, en consecuencia, una variedad de hechos, que se explican todos con suma facilidad suponiendo que carecemos de la facultad intuitiva de distinguir las cogniciones intuitivas de las mediatas. Alguna hipótesis arbitraria podría explicar de otro modo cualquiera de estos hechos; ésta es la única teoría que logra que se apoyen entre sí. Más aún, ningún hecho requiere suponer la facultad en cuestión. Quienquiera que haya estudiado la naturaleza de la prueba advertirá, entonces, que hay aquí razones muy fuertes para no creer en la existencia de esta facultad. Dichas razones se harán aún más fuertes cuando las consecuencias de rechazarlo hayan sido completamente encontradas, en este artículo y en uno siguiente.

CUESTIÓN 2: Si poseemos una autoconsciencia intuitiva.

La autoconsciencia, tal como se utiliza aquí el término, debe distinguirse tanto de la consciencia en general como del sentido interno y de la percepción pura. Cualquier cognición es una consciencia del objeto tal como es representado; por autoconsciencia entendemos un conocimiento de nosotros mismos. No una mera sensación de las condiciones subjetivas de la consciencia, sino de nuestros yoes personales. La percepción pura es la auto-afirmación de EL ego; la autoconsciencia a la que nos referimos aquí es el reconocimiento de mi yo privado. Sé que yo (no meramente el yo) existo. La pregunta es cómo lo sé; ¿por una facultad intuitiva especial, o está determinado por cogniciones previas?

Ahora bien, no es evidente de suyo que tengamos tal facultad, pues se acaba de mostrar que carecemos de la capacidad intuitiva de distinguir una intuición de una cognición determinada por otras. Por consiguiente, la existencia o no-existencia de esta capacidad debe ser explicada con pruebas, y la cuestión es si la autoconsciencia puede ser explicada por la acción de facultades conocidas bajo condiciones que se conoce que existen o si es necesario suponer una causa desconocida para esta cognición y, en este último caso, si una facultad intuitiva de autoconsciencia constituye la causa más probable que puede suponerse.

Antes de nada debe observarse que no existe una autoconsciencia conocida de la que pueda darse cuenta en niños muy pequeños. Ya ha sido señalado por Kant5. que el uso tardío de la palabra tan común "yo" en los niños indica una autoconsciencia imperfecta en ellos y, por tanto, en la medida que es admisible para nosotros extraer alguna conclusión con respecto al estado mental de quienes son todavía más jóvenes, se debe estar en contra de la existencia de cualquier autoconsciencia en ellos.
Por otra parte, los niños manifiestan mucho más temprano capacidad de pensamiento. De hecho, es casi imposible designar un periodo en el que los niños no hayan exhibido ya una decidida actividad intelectual en direcciones en las que el pensamiento resulta indispensable para su bienestar. La complicada trigonometría de la visión y los delicados ajustes del movimiento coordinado, son claramente dominados muy pronto. No existe razón alguna para cuestionar un grado similar de pensamiento referente a ellos mismos.

Puede observarse siempre que un niño muy pequeño mira su propio cuerpo con mucha atención. Hay toda clase de razones para ello, pues desde el punto de vista del niño este cuerpo es la cosa más importante del universo. Sólo lo que éste toca tiene una sensación real y presente; sólo lo que éste mira tiene un color real; sólo lo que está sobre su lengua tiene un sabor real.

Nadie cuestiona que cuando un niño oye un sonido, piensa no en sí mismo como oyente, sino en la campana u otro objeto que suena. ¿Qué pasa cuando quiere mover una mesa? ¿Piensa en sí mismo en tanto que lo desea o sólo en la mesa como algo que puede ser movido? Que piensa en lo último está fuera de cuestión; que lo haga en lo primero, debe, hasta que se pruebe la existencia de una autoconsciencia intuitiva, permanecer como una suposición arbitraria y sin base. No hay ninguna razón buena para pensar que él es menos ignorante de su propia condición particular que el adulto colérico que niega estar encolerizado.

No obstante, el niño debe descubrir pronto por la observación que las cosas están en condiciones de ser modificadas de este modo, tienen tendencia a experimentar realmente tal cambio, después de un contacto con ese cuerpo particularmente importante llamado Willy o Johnny. Tal consideración hace a este cuerpo todavía más importante y central, pues establece una conexión entre la aptitud de una cosa para ser modificada y una tendencia en este cuerpo a tocarla antes de que se modifique.
El niño aprende a comprender el lenguaje, es decir, se establece en su mente una conexión entre ciertos sonidos y ciertos hechos. Previamente, ha notado que la conexión entre estos sonidos y los movimientos de los labios de los cuerpos es algo similar al cuerpo central, y ha intentado el experimento de poner su mano en aquellos labios y ha encontrado que en este caso el sonido se amortigua. De este modo, asocia ese lenguaje con los cuerpos un tanto similares al central. Mediante esfuerzos que requieren tan poca energía que quizá deberían llamarse más bien instintivos que vacilantes, aprende a producir esos sonidos. 

Así comienza a conversar.
Debe ser alrededor de este momento cuando empieza a encontrar que lo que estas personas dicen de él es la mejor prueba del hecho. Tanto es así que el testimonio es incluso una marca más fuerte del hecho que los hechos mismos, o mejor que lo que ahora debe pensarse como las propias apariencias. (Dicho sea de paso, observo que es así durante toda la vida; el testimonio le convencerá a un hombre de que está loco.). Un niño oye decir que la estufa está caliente. Pero no lo está, dice él; y, en efecto, ese cuerpo central no la está tocando y sólo lo que eso toca está caliente o frío. Pero él la toca y encuentra confirmado el testimonio de una manera impresionante. Así, se hace consciente de la ignorancia y es necesario suponer un yo en el que la ignorancia puede ser inherente. De este modo, el testimonio proporciona el primer atisbo de autoconsciencia.

Pero, además, aunque por lo general las apariencias sólo se confirman o meramente se complementan por el testimonio, hay sin embargo una cierta clase notable de apariencias que el testimonio contradice continuamente. Son aquellos predicados que nosotros conocemos como emocionales, pero que él distingue por medio de su asociación con los movimientos de esa persona central, él mismo (que la mesa quiere moverse, etc.). Estos juicios son generalmente negados por otros. Es más, él tiene razón al pensar que otros también tienen tales juicios que son totalmente negados por todos los demás. De este modo, añade a la concepción de la apariencia como la realización de un hecho, la concepción de ella como algo privado y válido sólo para un cuerpo. En resumen, el error aparece y sólo puede explicarse suponiendo un yo que es falible.

La ignorancia y el error son todo lo que distingue nuestros yoes privados del ego absoluto de la percepción pura.

Ahora, la teoría que, con fines de claridad, se ha expuesto de una forma específica, puede resumirse de la siguiente manera: a la edad en que sabemos que los niños son autoconscientes, sabemos que se han hecho conscientes de la ignorancia y el error; y sabemos que poseen a esa edad capacidades de entendimiento suficientes para hacerles capaces entonces de inferir su propia existencia a partir de la ignorancia y el error. Así encontramos que las facultades conocidas, actuando en condiciones cuya existencia es conocida, se elevarían hacia la autoconsciencia. El único defecto esencial en esta exposición del tema es, que mientras sabemos que los niños ejercitan tanto entendimiento como el que aquí se ha supuesto, no sabemos que ellos lo ejercitan exactamente de este modo. De todas formas, suponer que lo hacen así está infinitamente más respaldada por los hechos, que suponer una facultad de la mente totalmente peculiar.

El único argumento al que merece la pena prestar atención para la existencia de una autoconsciencia intuitiva es el siguiente. Estamos más seguros de nuestra propia existencia que de cualquier otro hecho; una premisa no puede determinar que una conclusión sea más cierta de lo que lo es ella misma; por lo tanto, nuestra propia existencia no puede haber sido inferida de ningún otro hecho. Debe admitirse la primera premisa, pero la segunda premisa se basa en una teoría de la lógica refutada. Una conclusión no puede ser más cierta que algunos de los hechos que la confirman como verdadera, pero fácilmente puede ser más cierta que cualquiera de estos hechos. Supongamos, por ejemplo, que una docena de testigos testifican acerca de un suceso. Entonces, mi creencia en ese suceso descansa en la creencia de que cada uno de esos hombres debe ser creído en líneas generales bajo juramento. Con todo, el hecho sobre el que se atestigua se da por más cierto que el de que cualquiera de esos hombres debe ser creído en términos generales. De la misma manera, para la mente desarrollada del hombre, su propia existencia se ve apoyada por cualquier otro hecho, y, en consecuencia, es incomparablemente más cierta que el que haya otro hecho, pues no hay ninguna duda perceptible en ninguno de los dos casos.

Debe concluirse entonces que no es necesario suponer una autoconsciencia intuitiva, pues la autoconsciencia puede ser fácilmente el resultado de una inferencia.


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